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Proceso constitucional

Por qué es tan problemática la objeción de conciencia institucional

Luis Eugenio García-Huidobro H..

Por qué es tan problemática la objeción de conciencia institucional

La objeción de conciencia no es utilizada como una herramienta para acomodar situaciones excepcionales de minorías que, en caso de ser aceptadas, tendrían un impacto mínimo. Por el contrario, se utiliza para reabrir debates ya zanjados democráticamente

Una de las propuestas aprobadas por el Consejo Constitucional que tal vez mayor polémica ha suscitado es aquella que consagra el derecho de las instituciones (personas jurídicas o morales) a oponer una objeción de conciencia para eximirse del cumplimiento de mandatos jurídicos, prerrogativa que se reconoce como parte del núcleo esencial de la libertad de pensamiento, conciencia y religión. Que sea parte de su núcleo esencial supone que la objeción de conciencia forma parte del contenido mínimo del derecho que el legislador y regulador deben respetar. Y que se establezca sin mayores límites a propósito de la libertad de pensamiento y religión supone que puede solicitarse la exención de cualquier mandato jurídico que no permita acomodar el ejercicio de una libertad tan amplia como esta. De ahí que sus implicancias institucionales no se circunscriben únicamente al aborto y son sumamente difíciles de anticipar.

Una revisión de los principales texto constitucionales evidencia que esta se trata de una propuesta única a nivel comparado (ello puede revisarse aquí). Normalmente las constitucionales que abordan la objeción de conciencia la reconocen a propósito del servicio militar, la conscripción en caso de guerra y el uso de la violencia, permitiendo a los objetores sustituir tales exigencias por servicios alternativos. Excepcionalmente, las constituciones de Ecuador, Portugal o Timor Oriental reconocen la objeción como un derecho constitucional de alcance general, cuidando establecer restricciones legales o limitando su alcance respecto de los derechos de terceros. Sin embargo, en uno y otro caso se establece este derecho respecto de personas naturales, no de instituciones.

Que se establezca constitucionalmente la objeción de conciencia institucional en los términos tan amplios como los buscados por los consejeros es problemático por a lo menos dos razones. Primero, porque en su construcción subyacen varias confusiones conceptuales. Si entendemos por conciencia la intuición o razón práctica empleada para aplicar las convicciones morales o religiosas a determinadas situaciones, difícilmente las decisiones jurídicas o materiales adoptadas por administradores o representantes de una persona jurídica pueden concebirse como manifestaciones de la conciencia de esta última. En este sentido, muchos de quienes defienden la objeción de conciencia institucional suelen confundir la conciencia como atributo de la personalidad humana con las teorías de imputación de responsabilidad de las personas jurídicas.

En este punto, es también importante aclarar un segundo error que se ha cometido frecuentemente en este debate: negar la posibilidad que instituciones opongan la objeción de conciencia no significa en caso alguno privarlas de protección ante mandatos jurídicos que pugnen las convicciones de sus integrantes. Tal error parece cometerse al ignorar que los problemas que buscan abordarse a través de esta objeción responden a conflictos que se suscitan con motivo del derecho de asociación y no de la libertad religiosa o de pensamiento.

Por tratarse el derecho de asociación de una de las libertades centrales sobre las que descansa toda democracia liberal, tanto la constitución vigente como la propuesta constitucional en su artículo primero le reconocen autonomía a las asociaciones para cumplir sus fines específicos y protegen además el ejercicio del derecho de asociación a través del recurso de protección. Cuando una asociación considera que el cumplimiento de un mandato jurídico vulnera los fines específicos para los cuales ésta ha sido constituida, como podría ocurrir respecto de prestadores institucionales de salud de orientación cristiana que son mandatados jurídicamente a practicar abortos, bien podrían buscar eximirse de aquel mandato invocando la vulneración de la libertad de asociación en tanto pugna éste pugnaría con una de las principales finalidades que orientan a sus asociados al ejercer este derecho.

En segundo lugar, la forma en que se reconoce la objeción de conciencia institucional también podría dar lugar a reproches de índole democrático. Bien entendida, la objeción de conciencia personal permite promover el pluralismo democrático, en tanto posibilita acomodar situaciones excepcionales de minorías religiosas cuando, en la elaboración de normas generales, no se anticipan o perciben los efectos jurídicos que ciertos mandatos pueden imponer sobre ellas. Un ejemplo recurrente es el de las transfusiones de sangre y los Testigos de Jehová, respecto de quienes nuestros tribunales han declarado que tales objeciones merecen respeto y protección constitucional cuando responden a una decisión libre, informada y voluntaria de quien ha consentido madura y responsablemente a dicho credo.

Sin embargo, estamos ante una situación distinta cuando esta objeción puede vulnerar directamente derechos de terceros. Siguiendo con el ejemplo anterior, nuestros tribunales han rechazado consistentemente la objeción con que los Testigos de Jehová buscan evitar las transfusiones de sangre de sus hijos sin capacidad de discernimiento. Por esta misma razón, en los últimos años se rechazaron las acciones judiciales de quienes trataron de oponer excepciones de conciencia al plan de vacunación durante la pandemia, ya que ello podría haber comprometido la salud pública.

Esta última distinción es importante, especialmente en un contexto en el que muchos grupos buscan reaccionar contra la legislación que se ha implementado en las últimas década para proteger a ciertas minorías. En el Reino Unido, por ejemplo, la Corte Suprema rechazó la objeción de conciencia que hoteleros invocaron contra la legislación antidiscriminación para negarse a rentar una habitación con cama doble a una pareja del mismo sexo, por considerar que con ello contribuían a actos pecaminosos (Bull v. Hall, 2013). Algo similar ocurrió en nuestro país en 2015, cuando una imprenta se negó a imprimir las invitaciones para la celebración de una unión civil de personas del mismo sexo.

En todos estos casos suele existir un patrón similar. La objeción de conciencia no es utilizada como una herramienta para acomodar situaciones excepcionales de minorías que, en caso de ser aceptadas, tendrían un impacto mínimo. Por el contrario, se utiliza para reabrir debates ya zanjados democráticamente, normalmente respecto de minorías cuyos derechos solo recientemente han sido reconocidos y cuya implementación se busca evitar, aún si ello conlleva afectar significativamente a los titulares de esos derechos. Luego de no haber prevalecido en las deliberaciones democráticas en las que sus posiciones sí fueron consideradas, sus defensores buscan reabrir el debate sobre la normativa en cuestión al presentarse ahora como una minoría objetora. Un ejemplo paradigmático de esta nueva forma de entender la objeción de conciencia es el caso Burwell v. Hobby Lobby Stores (2014), en el que la Corte Suprema de Estados Unidos aceptó la objeción de un empleador que por motivos religiosos se negó a cumplir las regulaciones sanitarias del gobierno, que prescribían que los planes de salud ofrecidos a sus empleadas debían considerar la cobertura de anticonceptivos.

Bajo la norma constitucional propuesta, la descrita situación podría replicarse en las más variadas situaciones, especialmente si consideramos que, a diferencia de otros países que reconocen el derecho a la objeción de conciencia, en este caso se lo permite respecto de instituciones, no se sujeta a una posible regulación legal que encauce institucionalmente su ejercicio ni se establece como límites los derechos de terceras personas. De ahí que su utilización pueda suponer una amenaza para uno de los cimientos de la democracia liberal, la igualdad ante la ley, al posibilitar un incumplimiento generalizado de normas jurídicas respecto de cierta categoría de personas. De ahí que también las implicancias regulatorias de la propuesta de los consejeros sean tan graves, ya que su amplitud permite amparar constitucionalmente casi cualquier solicitud de exención de obligaciones legales o regulatorias que pueda reconducirse a la libertad de pensamiento. El potencial que esta norma ofrece como herramienta para desarticular todo el complejo entramado regulatorio sobre el que descansa nuestro Estado de Derecho es efectivamente difícil de dimensionar.

En buena fe uno puede compartir o simpatizar con algunas de las causas que los consejeros buscan con el establecimiento de la objeción de conciencia, posiciones todas legítimas en una deliberación democrática. Pero constitucionalizar la objeción de conciencia institucional en términos así de amplios no solo es una forma equivocada de abordar tales causas desde una perspectiva conceptual, sino que además involucra peligros demasiado grandes en términos democráticos y regulatorios como para siquiera considerarla una alternativa.