Tengamos la valentía para reconocer las falencias del proceso actual y empecemos todo de nuevo. La opción más sensata es votar Rechazo y adoptar el texto de 2018 como transitorio. Que una nueva Convención dedique 30 meses a hacer un buen trabajo.
“La mayoría de la gente está desencantada de la Convención y la mayoría no quiere volver a la del 80… ¿Qué hacemos?”. Esta pregunta, hecha por Cristián Valdivieso en un tuit reciente, resume el dilema que enfrentan millones de chilenos. La respuesta más razonable a esta disyuntiva es adoptar una “Constitución interina”, la que estaría vigente durante el período necesario para repetir el ejercicio constitucional con calma y sin atolondramientos. Porque la verdad es que el desencanto con la Convención proviene de su trabajo improvisado. Simplemente, no ha tenido tiempo para discutir en serio, para considerar opciones, para intercambiar ideas e investigar las mejores prácticas internacionales. La Convención ha funcionado a matacaballos: le ha dedicado menos de medio día de discusión a cada artículo. Resulta que la idea de tener una Constitución interina mientras se discute y negocia con calma un texto definitivo, no es ni tan novedosa ni tan original. Ese es el proceso que usó Sudáfrica entre 1994 y 1996, mientras una asamblea constitucional de 490 miembros discutió el texto que reemplazaría al odioso sistema del Apartheid. Durante esos dos años, una Constitución transitoria les dio garantías a todos los sectores. El 10 de diciembre de 1996 se aprobó un texto definitivo, considerado por los expertos como un ejemplo de inclusividad y ecuanimidad. La Constitución interina estuvo basada en 34 principios constitucionales sobre los que, en 1993, se pusieron de acuerdo todas las fuerzas políticas, incluyendo el ANC de Nelson Mandela. Y nosotros, ¿de dónde sacaríamos una Constitución interina? La respuesta es simple: la Constitución propuesta por la expresidenta Michelle Bachelet en marzo de 2018 puede cumplir ese rol a la perfección. Su origen es democrático y sus bases están en los cabildos ciudadanos impulsados por ese gobierno. El artículo 2 del texto propuesto —texto que, me da la impresión, casi ninguno de los convencionales ha leído— expresa que “Chile es un Estado de Derecho democrático y social”, aspiración muy sentida por un amplio sector. Además, tiene un catálogo de derechos sociales y ambientales mucho más amplio que el vigente. Por ejemplo, el numeral 12 del artículo 19 establece el derecho a la vivienda, el que no está consignado en el texto actual. El artículo 3 indica que “son deberes especiales del Estado la protección del medio ambiente y el patrimonio histórico y cultural”.
Pero el mayor mérito de la propuesta de 2018 es que no contiene los excesos del borrador que ha surgido de la Convención. No se habla de “plurinacionalidad” ni de “interculturalidad” ni de sistemas de justicia paralelos. En síntesis, este texto da equilibradas garantías a un lado y a otro durante una transición donde se discutiría con calma una nueva opción.
Esta idea, claro, será atacada por diversos grupos. Se opondrá la derecha dura, que apuesta por el Rechazo y la vuelta al texto actual, y se opondrán los activistas de izquierda, que entienden que enfrentan una oportunidad única para avanzar en forma radical.
Antes de tomar partido es bueno mirar las cosas con una perspectiva histórica. Durante los últimos 25 años se han aprobado 54 nuevas constituciones. Una mirada a ese cuarto de siglo de historia constitucional sugiere que hay cuatro países a los que debiéramos analizar con especial atención: Bolivia y Ecuador, países hermanos; y Finlandia y Suiza, países que muchos consideran como modelos “aspiracionales” a los que, en algún momento, quisiéramos parecernos. El caso suizo es particularmente interesante: tres naciones en un Estado que promueve la paz, protege los derechos humanos, sociales y culturales, y resguarda con celo el medio ambiente.
El borrador que la Convención le propondrá a la ciudadanía será muy parecido a los textos de Bolivia y Ecuador. Ya hay más de 360 normas aprobadas por el pleno. El texto ecuatoriano tiene 444 artículos permanentes y el de Bolivia, 411. En contraste, la nueva Constitución suiza tiene 195 artículos y el texto finlandés, tan solo 131. Constituciones cortas, efectivas, protectoras y elegantes.
Hago mía la pregunta de millones de chilenos: ¿Cómo salimos de este embrollo, de este borrador deficiente, y qué podemos hacer para tener un texto parecido a los buenos textos modernos y alejados de los experimentos plurinacionales de la región?
Tengamos la valentía para reconocer las falencias del proceso actual y empecemos todo de nuevo. La opción más sensata es votar Rechazo y adoptar el texto de 2018 como transitorio. Que una nueva Convención dedique 30 meses a hacer un buen trabajo. Si en ese momento el nuevo borrador llegara a rechazarse en un plebiscito, el texto de Bachelet pasaría a ser permanente.