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Precoces

Joaquín Trujillo S..

Precoces

Los precoces siguieron su carrera de grandes hablantes y, en un poco más de una década, conquistaron el poder no de recónditas municipalidades, sino de la cabeza del gobierno y el Estado.

Me he tratado de acordar cuál fue la primera señal. ¿Cuál fue el momento en el que la nueva generación de políticos, cuando todavía éramos unos anónimos estudiantes universitarios, me hizo fruncir el ceño? Nada fácil. Yo, por entonces, asumía que quien se atrevía a pedir la palabra en una asamblea, tomaba el micrófono y discurseaba ante una multitud supuestamente ilustrada, lo hacía porque tenía muchas cosas importantes que decir, de las que se hallaba demasiado seguro y que, en aras del tiempo, casi nunca alcanzaba a detallarlas. Yo, en cambio, me sentía tan ignorante que jamás se me hubiese pasado por la mente hacer lo que en mi caso hubiera sido un ridículo, más todavía en los primeros años. ¡Había tanto por aprender! La única vez que lo hice fue para elevar una excéntrica protesta. Dije que no podía ser que un compañero anduviera en hora de clases por los pasillos de la Universidad tocando un tambor para llamar a la insurrección. Como me puse nervioso, no hallé las palabras, y agregué que esa persona “me violaba” en vez de “me violentaba”, lo cual desató las carcajadas.

Con el paso del tiempo me di cuenta que había un verdadero arte en discursear teniendo poco que decir, nada o, por debajo de la nada, algo que ya se hubiese dicho en la asamblea. El arte de exprimir lo poco que se tenía. ¿Hasta dónde seguir acumulando palabras, datos, argumentos, antes de atreverse a organizarlos y decirlos? Los de mi época eran precoces, yo, un retardado.
Los precoces siguieron su carrera de grandes hablantes y, en un poco más de una década, conquistaron el poder no de recónditas municipalidades, sino de la cabeza del gobierno y el Estado. Yo, en cambio, después de impartir clases como académico invitado durante esa misma década, recién me convierto en profesor de rigor en la misma Universidad en la que compartimos.

Se dirá que tuvieron mucha suerte. No lo niego, ¿pero qué político no la tiene? Un político sin ningún golpe de suerte nunca llega a existir. Se dirá que jugaron al filo de todas las reglas, ¿no es eso parte, lamentablemente, de aquel oficio? O que son quejumbrosos, incapaces de soportar el mismo trato que propinaron. ¿Quién, si se le da, no pide, o hasta exige, clemencia?

No es que quiera defenderlos.

Sobre la tragedia de los políticos se ha escrito mucho, pero hay ciertas obras de Shakespeare que dan miedo. Él mostró cómo es que la antiquísima rueda de la fortuna eleva rápido y alto para dejar caer. Cualquier carrera meteórica obedece a esta ley cada día menos oculta. Contra ella no habrá nada que podamos hacer. Nos cautivará, nos encumbrará y, de sopetón, nos devolverá al polvo inmóvil, para mostrarnos al próximo incauto.

Pero, históricamente, la moda de los genios fue muy poderosa. Se dice que empezó con el Romanticismo, una época en que jóvenes daban muy pronto todo de sí, dejaban atónitos a los viejos y, si no triunfaban en vida, quedaban consagrados más allá de ella. Fue el sabio Goethe quien se rebeló contra esa idolatría. Es más, vio en todo ese movimiento juvenil una especie de enfermedad mental.

Ocurre que se suele confundir la precocidad con la valentía. Por eso que la pregunta de los antiguos estrategas griegos por la valentía debería llamarnos a reflexionar. Se la hacían a propósito de la educación de sus hijos, que veían como una preparación para el momento en que se desperdigaran por el mundo. Es el tema del diálogo de Platón “Laques”, recientemente traducido al español por los jóvenes profesores chilenos Patricio Domínguez y José Antonio Giménez (Editorial Universitaria, 2022). En él, se debate sobre la extensión de la valentía. Y, como en “Jacinto Chiclana”, la milonga de Borges sobre un valiente de los arrabales, se canta “lo que se cifra en el nombre”, pero también se desmenuza criticamente esa “virtud” que a veces se la confunde con la insensatez. ¿De quién? Del que, de tan talentoso, no ha estudiado, o lo que es lo mismo, oído y callado antes de hablar. Pues, en uno de los pasajes de este diálogo, Sócrates (que alguna reputación como guerrero tenía) enseña que en ciertos casos la valentía no debe ser una resistencia tozuda, sino una retirada inteligente. Eso que se llama en lengua bélico-política “repliegue estratégico”.

Y bueno, este repliegue sea tal vez una de las señales. Señal de que la precocidad ha dado paso a la maduración. Ha madurado, a su vez, el que ha meditado lo suficiente antes de actuar, no ha tenido, por lo mismo, que replegarse tanto y, en consecuencia, podrá vivir sin alegar en su defensa: echar a perder para aprender.

En el fondo, quizá es ese el genuino precoz. Pero no somos capaces de verlo.