En el fondo, Bello nos dice que los espíritus no son confiables cuando no logran articularse en prístinas palabras, sea oralidad o escritura.
Este noviembre se cumplen 240 años del nacimiento de Andrés Bello. Nuestro más insigne legislador, nuestro Solón y Moisés, precavió las perversiones de la ley. Su serie de artículos interpretativos del Código Civil de la República de Chile traslucen una gran preocupación. Cuando uno de ellos dice que si “el sentido de la ley es claro, no se desatenderá su tenor literal, a pretexto de consultar su espíritu” expresa, de alguna manera, el sentido más profundo y magnífico de la ley: ese de que la ley figura en palabras, esas que al igual que las de la poesía, han sido escogidas con máximo cuidado. Tal fuerza se desvanece cuando desoímos esas palabras para recurrir a ese supuesto espíritu, que bien puede ser el de un… demonio.
En su novela “Satán en Goray”, el extraordinario escritor en lengua yiddish Isaac Bashevis Singer, describe la decadencia de una comunidad judía de la Polonia del siglo XVII. La comunidad ha sufrido los pogromos de la población autóctona, es una digna víctima, pero su estricto apego a la ley cede ante la llegada de un mesías, el famoso Sabbatai Zevi, cuya presencia tan espiritual genera toda suerte de fenómenos milagrosos. Finalmente, el “mesías” resulta falso, Israel no se restaura, y toda la comunidad queda sumida en la miseria. La novela enseña que la obstinación legalista es una forma de sabiduría inmemorial.
Nosotros vivimos nuestro propio Goray. Los que se beneficiaron del sistema, y ahora no lo defienden, y si lo hacen es solo privadamente, como a escondidas, están dando a entender algo con toda claridad: todo ese sistema fue obra del terror y nosotros ni siquiera tenemos la dignidad de considerarnos sus cómplices, pues sin él, nuestros actos valieron, valen y valdrán nada.
Seguramente es verdad que en el origen de toda civilización legal se oculta un acto de barbarie, pero también lo es que al final de toda civilización se descubre un acto de cobardía, esa que, en el fondo (¡no nos olvidemos!), sienta las bases de un nuevo acto de barbarie. En cambio, los valientes, los que heredarán lo poco que quede en pie, son quienes, a rostro descubierto, sin manos moras, una y otra vez, defienden, no necesariamente el sistema que los benefició, pero sí al menos la existencia que los ha cobijado, siempre mediante la fuerza de las palabras. Ese potencial persuasivo, a la larga, se impone, máxime si viene de quienes se han esmerado, a pesar de todas las contradicciones con que carga la vida, en practicar cierto grado de coherencia entre palabras y actos, o mejor aún, entre sus mismos actos. Son estas personas las que prolongan la existencia de la ley, dejando más atrás, a la vez que posponiendo, los actos de barbarie que acompañan los orígenes y acabes. Es más, parece que aquello que llamamos “una época” consiste en ese trazo de tiempo, ese tiempo tan elástico que hace larga y vivible la meseta entre dos abismos.
En el fondo, Bello nos dice que los espíritus no son confiables cuando no logran articularse en prístinas palabras, sea oralidad o escritura.