El Mercurio, 27 de Septiembre de 2015
Opinión

Puritanismo latino

Ernesto Ayala M..

Con ocho largometrajes, Pablo Trapero (1971), argentino, es un director innegable si uno quiere hablar hoy de cine. Gran narrador, posee el talento de armar historias tensas, urgentes, bien tramadas, en las que uno se sumerge para salir al otro lado con la sensación de haber conocido algo que antes se ignoraba. No son muchos los cineastas hoy en el mundo con ese poder.

«El clan» (2015) es su último trabajo, y llega precedido de un exitoso paso por Venecia (León de Plata) y de una gran recepción del público argentino (800 mil personas solo en su primera semana en cartelera). Y si bien es una película intensa y envolvente, muy propia de Trapero, tengo mis dudas de si está entre lo mejor de su trabajo.

«El clan» relata, como bien se sabe, los tejes y manejes de Arquímedes Puccio (Guillermo Francella), un hombre que -todo indica- trabajó en los servicios de inteligencia de la dictadura argentina y que luego, entre 1982 y 1985, realizó secuestros con el simple fin de obtener rescates sustanciosos. La peculiaridad está en que los encerraba en su casa en el barrio San Isidro, con la complicidad de su familia y la ayuda directa de sus dos hijos mayores, uno de los cuales, Alejandro (Peter Lanzani), llegó a ser seleccionado de rugby nacional. ¿Cómo se las arregló para involucrar a su familia, manipular a sus hijos, engañar a sus vecinos y zafar durante tanto tiempo?

Trapero se concentra en relatar los secuestros y contraponerlos con la vida cotidiana de Puccio y su familia, donde Arquímides oficiaba como un padre de familia preocupado y atento con los suyos, la madre (Lili Popovich) trabajaba como profesora básica y era una dueña de casa ordenada y tradicional y Alejandro circulaba entre el rugby y el atender un local de la familia. Su velocidad es rápida y su tono recuerda mucho las mejores películas de Scorsese, donde los eventos trágicos se mezclan con cierto humor negro, la vida cotidiana se intercala con actos criminales y las secuencias de acción y violencia están montadas sobre rock de la época. Trapero, cuesta poco dudarlo, ha visto con atención las cintas de Scorsese, influencia que también se observa en la tensión del montaje y la plasticidad de largos planos secuencia, donde la vida parece literalmente avanzar delante de nuestros ojos.

Trapero, sin embargo, retrocede frente a la maldad. Scorsese ha filmado a ladrones, estafadores, asesinos, gansters, sicópatas, y, con todo, rara vez ha dejado de tratarlos como personas dignas de simpatía. Sus personajes podrán ser criminales, pero son también personas que ríen, gozan, desean, aman y sufren. Para Scorsese, el mal no es una enfermedad, sino algo muy cerca de nuestros actos cotidianos. Su mirada es católica, basada en el reconocimiento de que todos somos pecadores, una convicción que produce buena parte del efecto perturbador de su cine. Trapero, en cambio, no logra concebir a Puccio como un ser plenamente humano. La sangre fría que nunca abandona, la reserva de sus movimientos, su alianza con la dictadura, la falta de compasión por sus víctimas, todo lo pone en el banco de los criminales inhumanos con mucha facilidad. Sí, vemos sus artes manipuladoras, pero casi nunca abandona la severidad, el cálculo, el dominio de sí. Pese a que ayuda a su hija en las tareas, es en las últimas un canalla tieso, con mucho de cartón piedra. Trapero lo intenta mejor con su hijo Alejandro, un personaje que evidentemente le produce más simpatía, porque de alguna manera fue víctima de su padre, pero siempre se le ve torturado, al borde de las lágrimas y, sin embargo, incapaz de escapar. Perdónenme. Nadie sobrevive a crímenes de ese calibre sin capacidad de gozar, de disfrutar con el dinero obtenido, de olvidarse de la persona amarrada en el sótano. Alejandro debe haber sido un caradura con más de un encanto. Con todo su talento y oficio, en ese sentido Trapero parece sometido a una suerte de puritanismo latino, uno que dibuja a dictadores de crueldad infinita, a empresarios de codicia sin límites, a políticos eternamente corrompibles. El puritanismo latino, como estado mental, tiene buenas razones para existir, anclado como está en la historia feroz de nuestro continente, pero para entender el mal, la crueldad o la simple insensibilidad es una herramienta algo pobre.