No hay que tenerles miedo a estas economías que se desarrollan. Lo peligroso reside en el envanecimiento político que las suele acompañar.
A 50 años del establecimiento de relaciones entre Chile y la República Popular China, el dilema para nuestro país, si alinearse con Beijing o con una coalición antagónica dirigida por Washington, tiene analogía con la angustia de la diplomacia chilena en las dos guerras mundiales del siglo XX. Después de la Guerra Fría las grandes potencias ya no compiten mortalmente como modelos antagónicos; ahora son simples realidades fácticas, no paradigmas —se supone que positivos— de futuro, como en el siglo XX. Sospecho que la buena civilización posible todavía está representada por ese núcleo de países democráticos y desarrollados, la idea que asociamos con Occidente, aunque en nuestra época incluye a las democracias desarrolladas del mundo confuciano. No se trata de una guerra total, abierta, entre gigantes, por lo que existe una rendija más amplia, un margen de maniobra más vasto para un país como Chile ante el dilema: somos un país del Pacífico y la presencia de China se hace notar cada día más, y se trata de nuestro mayor socio comercial; pero pertenecemos a una región y de manera subsidiaria a ese Occidente como se definió más arriba; nuestros intereses en un sentido muy amplio se colocan con este último.
En la coyuntura inmediata la encrucijada no se resuelve de manera muy sencilla y todos los días hay que tomar decisiones. Raymond Aron aconseja que cuando un país pequeño escoge por la decisión más justa (o conveniente en el largo plazo), si no aporta de manera visible a la causa preferida, es mejor que observe neutralidad (Suiza y Suecia en la Segunda Guerra Mundial, aunque ahí siempre hubo bemoles); o que se bambolee con arte veneciano entre ambos poderes. Las desconfianzas occidentales y de otros ante China son legítimas, aunque no es lo único, y podría haber exageración. Recordemos que en los 1980 hubo pánico en EE.UU. por la potencia económica de Japón, que al final constituyó un activo para todos. En general, y salvo que uno sea portavoz de lo que otrora se llamó teoría de la dependencia, no hay que tenerles miedo a estas economías que se desarrollan. Lo peligroso reside en el envanecimiento político que las suele acompañar, que en sí mismo no depende del proceso económico; este solo le brinda nuevos instrumentos de poder a un ego sobredimensionado
Fue el caso de Japón y Alemania entre los siglos XIX y XX. A todas luces es el caso de la China actual, y con este problema tenemos que lidiar. Lo mejor sería que ese país tenga una convergencia política con las democracias desarrolladas, que su población y su clase dirigente sean atraídas por el brillo de las sociedades abiertas, facilitado por una economía abierta, evolución no del todo improbable. En comparación con su trayectoria comunista hasta 1978, en lo sustancial arrojada al basurero de la historia por Deng hace 40 años, China dio pasos para una mayor apertura interna y externa. Prerrequisito para un desenlace democrático por nosotros apetecido —y por no pocos chinos— es que perviva el dinamismo social y político en las sociedades abiertas y desarrolladas, algo que no se puede afirmar como que a la noche le sucederá el día.
¿Y nuestro Chile? Salvo contribuir con el grano de arena de la supervivencia de la democracia, poco podemos hacer. Hay sin embargo un terreno para la acción, donde parece que durmiéramos el sueño de los inocentes, en ayudar a mejorar las organizaciones internacionales que regulen comercio e inversiones. Sobre todo, acelerar algo en que Chile fue pionero y ahora está como en un limbo, el TPP11, que no será infalible, en parte respuesta de Chile a los arrebatos de Trump y una pieza de la coraza que podríamos tener.