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Todos somos corruptos

Joaquín Trujillo S..

Todos somos corruptos

Es preferible un moralista ridículo, a quien la vida juega una mala pasada, a un cínico convencido al cual no le entran balas, por haberla asumido tal cual es.

Hace décadas, la izquierda clasicista —aquella que piensa fría y no apasionadamente— acuñó la expresión “extremismo verbal” para referirse a todas aquellas alocuciones altisonantes, a menudo vacías, que no hacían más que exacerbar las diferencias y desconfianzas, no solo con los adversarios, sino especialmente con quienes pudieran haberse sumado a su causa transformadora.

Es un poco lo que sucede ahora con el moralismo de las Juventudes Neoizquierdistas. Los maduros de la tribu —“sabios”, sería mucho decir—les enrostran algo parecido. No exactamente, pero lo que está detrás de esa lección de los padrastros concertacionistas podría resumirse en lo siguiente: del mismo modo como el poeta Percy B. Shelley proclamó “Todos somos griegos”, lo que ellos, a su vez, susurran es “Todos somos corruptos”. Esta observación es muy correcta. En cierto sentido, la vida se trata de irse corrompiendo. Sin embargo, ¿podemos transformar esa descripción de lo que inevitablemente nos sucede en una especie de principio cínico?

—Mira, chiquillo, la firme es que al fin y al cabo todos somos corruptos, así que no me señales tanto con el dedo, ni escupas tan seguido al cielo, pues te puede empapar un frente de mal tiempo.

Y bien. Es preferible un moralista ridículo, a quien la vida juega una mala pasada, a un cínico convencido al cual no le entran balas, por haberla asumido tal cual es. Porque, al primero, al menos podemos señalarle la alta vara que ha puesto a los otros y exigirle: cumple tu parte. En cambio, del segundo, ¿cómo nos podemos defender? Solamente azuzando en su contra al primero.

Lo que más enoja a los incumbentes lo explicita Molière contra su célebre hipócrita Tartufo: “Escandaliza ver a un desconocido hacerse dueño de la casa propia. Mucho enfada que un pordiosero que no traía ni zapatos cuando vino, y toda cuya ropa no valía seis dineros, llegue a olvidar quién es y procure contrariarlo todo y obrar como señor”.

Es la repetida y vieja querella entre hipócritas y cínicos, una disputa demasiado pretérita e imperfecta para que la estemos reviviendo en pleno siglo XXI, aunque, a decir verdad, la historia demuestra que los siglos no mejoran como el vino ni empeoran como las frutas y verduras.

No es verdad que la vida sea pura corrupción, pero tampoco que sea posible en ella la máxima expresión de la pureza. Tampoco que podamos deshacernos de las varas con las cuales nos juzgamos mutuamente y en las que resumimos ideales, conductas que preferiríamos observar.
El moralismo es malo cuando se impone como presunción de decencia.

—Este espécimen es más joven, lozano e idealista, por lo tanto, todo lo que intente será mejor de lo que efectivamente logre este viejo, agrietado y, para su propia conveniencia, realista.
La vieja advertencia contra el “extremismo verbal” viene muy al caso. En efecto, todas estas disquisiciones proliferan a propósito de esas palabras categóricas y contundentes disparadas como balas. Las exageraciones en el campo de las palabras despiertan enredos filosóficos y religiosos, en los que nos hemos visto ahora mezclados, por supuesto, sin haberlo querido, sí buscado.