No se puede acusar a Chile de negligencia, un país que ha recibido en poco más de una década a casi dos millones de inmigrantes. Todo tiene un límite, y se debe diferenciar entre inmigración legal e ilegal.
La polémica tan a destiempo por el TPP11 ha sido fruto del gran cambalache anímico que ha ocurrido en Chile. La iniciativa original incluía a Estados Unidos, y Chile había sido uno de los primeros en establecer lazos preferenciales, un cimiento del proyecto. Entre tanto, el Washington de Trump se retiró del acuerdo. Ya en la campaña del 2016 una parte de los demócratas estaba escéptica e influyó en enfriar el entusiasmo de la candidata Hillary Clinton.
De ahí que el resto de los países, los 11, fueron vinculándose al propósito de no dejar en el aire una iniciativa que fortalecía las economías de la región, con sentido estratégico de evitar un vacío de poder en el Pacífico ante el incremento del poder chino —del que todos desconfían, gozando de su mercado— y la conducción errática de EE.UU. Brindaba la oportunidad para que Chile quedase más vinculado a economías desarrolladas o en acelerado camino en esa dirección, casi todas bastante más fuertes que la chilena, con la posibilidad de que se integrara la Alianza del Pacífico.
Porque, para ser francos, los latinoamericanos no hemos demostrado mucha habilidad ni ese sentido práctico, vinculado a estrategias e ideas, para cooperar entre los países; los programas efectivos de integración han sido más resultado de caudillos de ambición hegemónica, y se marchitaban junto a ellos. El TPP11 en cambio puede constituir una verdadera integración al secreto (creatividad + esfuerzo + inversión) del desarrollo que revierta a nuestro continente.
Se ha dicho que si se postergó el ingreso al acuerdo del medio ambiente y al de migraciones, no se puede defender la adhesión al TPP11. Una afirmación engañosa, porque se trata de órdenes distintos de la relación entre los países. La interrelación económica entre naciones ha sido un fenómeno que recorre la historia humana; el orden político de las mismas no ha variado por ello, aunque siempre todo evoluciona. La técnica moderna la ha intensificado y conferido una nueva dimensión. Un país debe tener viabilidad, instituciones fuertes, autodisciplina (que hace posible la libertad) para alcanzar con fecundidad la interrelación económica. Ese es el esfuerzo que ha hecho Chile con resultados todavía precarios, pero quien mira las cosas en el transcurso de 50 años ve la relativa solidez alcanzada, en comparación con la región. El TPP11 es una de las tantas etapas o aritos en el camino.
En inmigración se debe aguardar a que se haya promulgado una ley, antes de amarrarse a un tratado internacional, en cuya concepción pesan burocracias internacionales ajenas al arte de gobernar. No se puede acusar a Chile de negligencia, un país que ha recibido en poco más de una década a casi dos millones de inmigrantes. Todo tiene un límite, y se debe diferenciar entre inmigración legal e ilegal.
Parecido el caso de Escazú y la protección del medio ambiente, surgido de la Cepal, respetable en estadísticas, no necesariamente en diagnósticos (peor es la Unesco). La ya precaria probabilidad de que se adoptara una política de Estado se vio escamoteada por un cambio repentino de política de parte del Gobierno, que antes había profusamente dado a entender que lo apoyaría, para a último momento postergar su adhesión, en un zigzag confuso para el público, a pesar de que La Moneda tenía buenas razones. A todo esto, no ha contribuido el que en tres años haya habido tres cancilleres.
En fin, cada tema merece su propia discusión. Chile ha sido protagonista de relativa importancia en los acuerdos en torno al Pacífico. Merece que el TPP11, en su origen ampliamente apoyado, no sea una víctima más de la estupefacción que afecta a la política chilena.