El Líbero, 16 de noviembre de 2016
Opinión

Trump y el trumpismo como espejo de reacciones de derecha e izquierda

José Joaquín Brunner.

Basta una mirada a los titulares de prensa: desde el día del triunfo de Donald Trump se ha instalado un clima marcado por la confusión, el desconcierto y el pesimismo.

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Y no me refiero solamente a las reacciones en Chile. Son sentimientos compartidos por sectores dirigentes de diferentes países; en América Latina, desde México hacia el sur; entre los países de la OCDE, desde Alemania hasta Japón. Compartido, asimismo, por analistas y pensadores de diferentes orientaciones ideológicas: liberales, socialdemócratas, racionalistas, creyentes de variadas denominaciones, conservadores y tradicionalistas, seguidores de los ideales de la modernidad, partidarios de una globalización gobernada y de un orden cosmopolita.

Sobre todo, los sectores progresistas —sumidos hace rato en una crisis de identidad ideológica— reconocen estar enfrentados a una opción desoladora: entre la mala conciencia de una socialdemocracia que ha perdido el favor de la calle y la buena conciencia de una izquierda alternativa (alt-izquierda) que se limita a repudiar los poderes de este mundo. Desde estos dos sectores surgen variadas explicaciones del fenómeno Trump. Es en torno a ellas que se organizan mis reflexiones.

Del lado de la mala conciencia socialdemócrata, se invocan como justificaciones el no haber sostenido a Bernie Sanders hasta el final, o los defectos personales de Hillary Clinton, o la intervención del director de la FBI, o la excesiva confianza en los técnicos electorales, las encuestas, el data mining o las costosas campañas de publicidad política televisada. Adicionalmente, el no haberse percatado a tiempo de la rabia de los trabajadores desplazados por la globalización, no haber conectado con las emociones profundas de la sociedad civil o no darse cuenta de que el discurso del partido demócrata se dirigía exclusivamente hacia los más educados habitantes de las ciudades liberales de las costas este y oeste.

Del lado de la buena conciencia de la alt-izquierda, el cambio de marea es saludado con Schadenfreude, palabra germana que significa sentimiento de alegría creado por el sufrimiento o la infelicidad de otros. Se percibe, en efecto, como una confirmación de sus propias certezas e intuiciones. Todo lo ocurrido con Trump y con las fuerzas nacionalistas, autoritarias, xenófobas, nativistas y anti-progresistas que bullen en Europa y otras partes del mundo, sería una respuesta retardada frente a la crisis del capitalismo financiero en 2008. Y, si se va bien al fondo, sería el resultado de las políticas y la filosofía neoliberales que —con Ms. Thatcher, Mr. Reagan y el Consenso de Washington— habrían comenzado a horadar el orden del Estado de bienestar.

Constituiría, pues, una reacción frente a la globalización; a los organismos internacionales tipo FMI, Banco Mundial y la OCDE; al espíritu elitista y mercantil de Davos; a las élites mundiales dirigidas desde Wall Street; a los mercados galopantes y a las recetas de expertos que monopolizan la solución a los problemas de nuestro tiempo.

En breve, para unos progresistas la victoria de Trump reflejaría una serie de desajustes dentro de una competencia electoral mal conducida y basada en premisas equivocadas sobre el estado de ánimo de la población de los EEUU. Para los otros, tratase del agotamiento de un modelo de políticas (neoliberales) que, habiendo delegado el mando de la globalización a los mercados, ahora se encuentra con la reacción atemorizada, resentida, indignada y enrabiada de las masas que claman por protección, seguridad, estabilidad, orden, autoridad y «to make America great again».

Como escribe Naomi Klein, fiel a esta visión, no debemos olvidar que «el mayor responsable de la pesadilla en que ahora nos encontramos [es] el neoliberalismo. Y luego agrega, con una enrevesada lógica, «Esta visión de mundo —completamente encarnada por Hillary Clinton y su maquinaria— no es rival para el extremista estilo de Trump».

Por su lado, el más notable, extremo y desconcertante pensador de la izquierda alternativa posmoderna, el esloveno Slavoj Zizek, escribió tres días antes de la elección norteamericana en un artículo titulado «Mal Menor» que, «en la opción entre Clinton y Trump, ‘ninguno está del lado de los oprimidos’, de manera que la elección real es: abstenerse de votar o elegir a aquel —por despreciable que ella/él sea— que produzca la mejor posibilidad de desatar una nueva dinámica política conducente a una radicalización masiva de izquierdas». Y, con esa misma enrevesada lógica propia de los tiempos de confusión ideológica, concluye lamentándose que «si bien la batalla parece perdida para Trump, su victoria habría creado una situación política totalmente nueva con posibilidades para una izquierda más radical o, para citar a Mao: ‘todo bajo el cielo es completo caos; la situación es excelente'». Esta forma de pensar que proclama «mientras peor, mejor», ya la conocimos en Chile. Entonces se justificaba como un modo de «agudizar las contradicciones». ¡Y sabemos bien dónde conduce!

Como sea, el conjunto de estas explicaciones, justificaciones y propuestas resuenan con una variada y densa red de términos y significados que en días recientes han circulado por la blogósfera alimentando la conversación de las tertulias ilustradas (yo mismo he participado en varias, debo confesar). Allí podían escucharse, como en un acertijo cultural, menciones a Maquiavelo y Kissinger, al período entre ambas guerras mundiales, a Weimar y el fascismo, a los populismos y sus claves de interpretación, a la posmodernidad, a la gran recesión, a la personalidad autoritaria (el libro de Adorno), a sociedades de masas, el 18 Brumario de Marx y a «Hombres en Tiempos de Oscuridad», de Hannah Arendt.

Como eje de todo esto, claro está, se invocan sin parar los versos de Yeats escritos durante el período de entre guerras: «Things fall apart; the centre cannot hold; / Mere anarchy is loosed upon the world»; «Todo se desmorona; el centro cede; arrecia sobre el mundo la anarquía».

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Junto al nivel de explicaciones que hasta el momento hemos reconstruido brevemente, y que refleja los análisis en curso en la prensa y el debate más directamente político de la coyuntura, hay otro nivel que conviene abordar, basado en intuiciones y categorías de la sociología y la crítica cultural. Naturalmente, este otro nivel requiere más espacio, una mayor perspectiva de tiempo y una continua intercomunicación para arribar a explicaciones que resulten interesantes y puedan verificarse o al menos compartirse.

En lo que sigue ofrezco algunos materiales que espero sirvan para la construcción de esas explicaciones.

Por lo pronto, conviene acompañar una extendida preocupación que hoy existe en los ámbitos progresistas; en efecto, las ideas axiales de la modernidad crujen bajo el peso de las fuerzas de la historia.

La libertad humana conquistada contra los poderes fácticos que hasta ese momento tiranizaban la vida de las personas, pierde densidad y parece dislocarse desde el momento que se convierte en un posmoderno free for all. Como un equivalente de la libertad, el todo vale es nada más que un multiplicador del free to choose (propio de la esfera del consumidor), hasta un punto donde la vida entera, efectivamente, semeja un emporio, un mercado.

A su turno, la igualdad resulta una caricatura cuando diariamente se mide frente a las pantallas de TV con la brecha de Piketty (el uno por ciento más rico frente al resto), o con el índice de Palma (la razón entre el ingreso del 10% más rico de la población y el ingreso total del 40% más pobre, sabiendo que el 50% del medio permanece habitualmente estable), o aún con el más clásico y abstracto coeficiente de Gini. En cada una de dichas mediciones la igualdad —sostenida como una esperanza contra toda esperanza por los progresismos modernos— sale derrotada. Proclama una aspiración que, en la práctica, resulta una ironía.

Por último, la fraternidad —base y expresión de la confianza social— parece disolverse frente al avance del mercado que no repara sino en las cosas, sustituyendo el vínculo de proximidad y el calor humano por el gélido cálculo del egoísmo, metáfora que usan, cada uno a su manera, tanto Marx como Max Weber en sus respectivos escritos.

Efectivamente, la posmodernidad es un tiempo frío; de solidaridades orgánicas, basadas en la división cada vez más minuciosa del trabajo y en las necesidades del intercambio, antes que en lazos comunitarios nacidos de la sangre, el lugar, la nación o las creencias sostenidas en común.

Podría plantearse entonces la hipótesis de que las fuerzas que explican a Trump y a los populismos nacionalistas y autoritarios son, de alguna forma, contrarias a las ideas e ideales de la modernidad; en tal sentido, posmodernas. O, también, arcaicas. Reaccionarias, en términos estrictos. Apelan no a la razón y a la ilusión del progreso basado en la razón, algo propio de liberales y socialdemócratas, sino a emociones más «antiguas», a miedos más viscerales, a los temores que genera una sociedad en constante cambio, donde nada parece perdurar, donde todo se ha vuelto frágil, líquido y momentáneo. Donde todo tiene la duración de un contrato. Donde no hay anclas, como escribió alguna vez Ralf Dahrendorf, sociólogo alemán del siglo pasado, en un famoso ensayo. Y donde el orden —tal como lo concibió y proclamó la modernidad— era una constante renovación y reconstrucción, sujeta a la ley schumpeteriana de la creación destructiva (otra frase-símbolo que en estos días es invocada a cada rato).

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Efectivamente Trump, al igual que el Brexit —respaldados por una dispar, paradójica, alianza con trabajadores descartados por ese capitalismo schumpeteriano e intelectuales de alt-izquierda (en su fracción de neosocialismo de cátedra)— representan una reacción frente al orden socioeconómico y cultural del capitalismo-liberal-de-mercados-globales. Lo que está en cuestión, por lo mismo, son las fuerzas arrolladoras que dinamizan y reproducen dicho orden. Aquellas que se manifiestan mediante fábricas cerradas, metrópolis saturadas, empleos altamente inestables o precarios, nuevas tecnologías que sustituyen trabajo humano, aceleración de todo tipo de procesos, presión insoportable por aumentar la productividad en todas las esferas de actividad y mediante amenazantes riesgos materiales —de exclusión y pobreza— en el 40% inferior del índice de Palma, y apremiantes riesgos simbólicos —de formas de vida, status y herencia cultural— en el 50% del medio.

Son unas sociedades cansadas, exasperadas, estresadas y asustadas que ahora reaccionan y se vuelven contra dicho orden; orden que la alt-izquierda, en la cátedra y las calles, confunde con políticas neoliberales.

Estas reacciones provienen de los grupos de abajo —trabajadores precarios o desempleados, personas excluidas, postergadas, marginadas de la salud y las pensiones, dejadas atrás por la velocidad, desadaptadas del régimen de productividad y disciplinas y ritos cotidianos, etc.—, al igual que de amplios estratos del medio, algunos de cuyos segmentos inferiores comparten las privaciones y marginaciones de las clases bajas, mientras el resto experimenta negativamente aquella vorágine del capitalismo hipermoderno tan bien descrito por Marshall Berman: «Ser modernos es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos […]; nos arroja a todos en una vorágine de perpetua desintegración y renovación, de lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia. Ser modernos es formar parte de un universo en el que, como dijo Marx, todo lo sólido se desvanece en el aire».

Son estos sentimientos ambiguos —de rechazo algunos, otros de angustia— los que convergen en torno a Trump y a las fuerzas globales del trumpismo, postulando una mezcla reparadora de más comunidad (familia, localidad, nación), más autoridad y jerarquías, más determinación clara de fronteras y muros simbólicos, más distinciones de status, más castigo para los infractores, más orgullo en la bandera, más protección frente a los enemigos externos e internos, más mano firme, más trabajo estable, más distinción de razas y sexos y religiones. O, dicho al revés, menos polución moral, menos contaminación extranjera, menos liberalismo de valores, menos cosmopolitismo desenraizado, menos sofisticación y expertos, menos élites, menos cultura refinada, menos opciones y, sobre todo, menos «todo vale».

Es probable, pues, que asistamos al comienzo de una reacción político-cultural de largo alcance. Nuevamente menciono nada más que algunos rasgos de esta reacción, aquellos que debieran interpelar nuestras visiones y conceptos todavía apegados a un pasado que nos fascina con sus ruinas y con nuestro propio recuerdo de su esplendor.

Por lo pronto podría decirse, y leerse como un escándalo en un mundo supuestamente desencantado y agnóstico, que las creencias fuertes —de religiones, del sentido común, ancestrales, no-teoréticas, prácticas, tacitas, compartidas, convencionales, etc.— vuelven a ganar terreno. Incluso las «teorías» conspirativas de la historia y los argumentos más carentes de cualquier fundamento racional. Muestra que las dudas de la razón nunca logran expulsar completamente las certezas de la ignorancia, igual como la inteligencia no vence al resentimiento.

De igual modo, la hiper-racionalización weberiana del mundo en todas las esferas de vida y actividad —con su secuela de intelectualización, cientifización y tecnificación, que tan vitalmente atrae el interés y la atención de muchos de nosotros— trae consigo no solo la iluminación que proyecta a su (agitado) paso, sino también sombras que son motivo de preocupación y resistencia: intimidades amenazadas, una civilización en extremo artificial, destrucción del entorno natural, acortamiento de la memoria, erradicación de comunidades, expansión del motivo de lucro, muerte de lo sagrado, cierre de los horizontes de trascendencia, manipulación genética, pérdida de las realidades, dominio de medios sobre fines, etc.

Frente a todo esto nace, como vimos, un apetito por seguridades, certidumbre, tierra firme, brújula, caminos conducentes, guion, timón. Es una demanda intensa por orden, estructura, jerarquía, normas, ley —la reivindicación simbólica del padre—, no por temor a las masas, al proletariado, a la revolución, al socialismo o a las izquierdas, sino como respuesta a la orfandad, a la anomia, a la alienación, a la especialización, al platonismo, a los excesos de diversidad, a lo multicultural e interconfesional. Nos lleva a pensar que los humanos —en la actual fase de nuestra evolución— podemos resistir solo hasta un cierto punto la conjugación de diferencias, el pluralismo de valores, la hibridación cultural, la intelectualización de la vida, la defenestración de los dioses y la multiplicación y degradación de las voces e imágenes a través de los media y las redes sociales.

En la base del trumpismo hay un apetito por retornar al realismo y establecer un orden visible, regulado, donde hay quien manda y quienes obedecen.

Subyace a esta corriente algo así como una recusación de las fuerzas weberianas que habrían escapado al control de las sociedades y el consecuente repudio hacia quienes representan supuestamente a esas fuerzas: intelectuales, académicos, consultores, asesores, técnicos, tecnoburócratas, tecnopols y, en general, esa clase que Robert Reich de Harvard llama analistas simbólicos globales.

Hay un deseo en algunos casos de frenar, y en otros de desmontar, la máquina aparentemente desbocada del capitalismo-liberal-de-mercado-global para someterlo a un régimen público de controles exhaustivo; es decir, el deseo de transformarlo en capitalismo-nacional-de-Estado: más previsible, se dice; menos anárquico, más justo, menos concentrado, menos competitivo, más planificado, sin tanta aceleración individual, con mayor sentido colectivo, preocupado del bien común y no meramente del interés excluyente (tóxico) del uno por ciento de Piketty, o del 10% superior del índice de Palma.

Hay un diagnóstico que paradojalmente es compartido por el trumpismo y por la alt-izquierda de Naomi Klein: «Todo es un infierno», «el sistema» está maleado, la culpa es del establishment, los males están en «Washington» (como en «consenso de Washington»), hay que descabezar las élites, no hay que creer en los expertos, etc. Hay la idea de que una NEP (new economic policy) podría transformar el caos neoliberal en un capitalismo conducido desde arriba, por el Estado, con fuerte control de daños y una gran capacidad de mitigar, compensar, proteger, garantizar, asegurar, frenar, retener, equilibrar.

En breve: el trumpismo como ideología, cultura, sentimiento de época, es un proyecto reaccionario. Representa un momento conservador, de mantención, de afirmación de la autoridad, de límites fuertes y rigurosas clasificaciones jerárquicas, al mismo tiempo que —otra vez en términos weberianos— un momento de jefes carismáticos, razón de Estado y democracias plebiscitarias.

Es una grandiosa incongruencia que desde el extremo de la derecha —favorable a los mercados y el libre comercio de bienes, capitales y personas— surja una respuesta que es el mismo sueño oculto de las alt-izquierdas: un Estado realmente «empoderado», como se dice ahora. Es decir, potenciado al máximo y dispuesto a mover masas humanas más allá de las fronteras, a etiquetar minorías y tratarlas como enemigo interno, a explotar el culto de la personalidad, a declarar grandes planes de infraestructura, a tachar de ideólogos a los disidentes, a exaltar retóricamente el sentido común popular, a destronar a las élites, a despreciar la política como un juego de «grandes intereses» y de intelectuales liberales.

En fin, un Estado que, como el Leviatán de Hobbes, intercambia protección por obediencia con su sociedad civil. Recuérdese las palabras de Carl Schmitt —el jurista alemán asociado al nazismo, igualmente admirado por miembros de nuestra intelligentsia de derecha e izquierda—, quien en tiempos de Weimar escribió: «Ninguna forma de orden, ninguna razonable legitimidad o legalidad, puede existir sin protección y obediencia. El protego ergo obligo es el cogito ergo sum del Estado. […] Hobbes designó a esto como el propósito verdadero de su Leviatán; volver a instalar entre los hombres ‘la mutua relación entre Protección y Obediencia’. La naturaleza humana igual que el derecho divino demandan su observancia inviolable».

Sí, es un contrasentido que desde extremos opuestos del tablero político-cultural vuelva a emerger la idea de que el Estado podrá devolvernos el orden que la hubris del capitalismo-liberal-democrático-de-mercado-global habría desquiciado, amenazando con destruir «todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos».

¿Acaso piensa usted que algo así podría funcionar?