La Tercera
Opinión

Turandot o el derecho divino

Joaquín Trujillo S..

Turandot o el derecho divino

Cuando fueron elaboradas las doctrinas en las que el pueblo era el soberano, ése que proclamaba o deponía reyes, o sea, cuando se admitió que la voz del pueblo era la voz de Dios, se idearon distintas fórmulas para que el pueblo no abusara de esa vocería.

Cuando Occidente se quebró en dos y ya no hubo un poder espiritual, una autoridad moral en la Tierra, que pudiera deponer a un rey, es decir, cuando surgieron las iglesias llamadas protestantes, se hizo patente el problema de quién estaba llamado a despojar a un monarca de su trono, quién tenía esa legitimidad a sublevar a los súbditos.  Para los católicos era el papado. Para los protestantes, simplemente nadie.

¿Nadie? Nadie podía contra el poder del rey, ni siquiera el poder de sus súbditos, el pueblo al que el rey debía gobernar. A esta doctrina se la conoció como derecho divino de los reyes.Como solamente un superior podía deshacerse de un inferior, y Dios, que era el único superior al rey, no lo hacía, ¿quién más podría hacerlo?

El derecho divino de los reyes descansaba sobre este ser, que actuaba, pero no actuaba, que hacía y dejaba hacer. Un misterio.

Luego, cuando fueron elaboradas las doctrinas en las que el pueblo era el soberano, ése que proclamaba o deponía reyes, o sea, cuando se admitió que la voz del pueblo era la voz de Dios, se idearon distintas fórmulas para que el pueblo no abusara de esa vocería, pues, en realidad, Dios no existía, y si existía, no estaba mayormente interesado en repetir lo que ya había dicho, pues los dioses no se repiten.

Se suponía que la soberanía del pueblo iba a custodiar los derechos de los mismos miembros del pueblo. Sin embargo, ocurrió que el pueblo a veces se comportaba como un monarca despótico, ante lo cual, los redactores de constituciones se las arreglaron para complacer al pueblo haciéndole creer que era él el que las redactaba, mientras estos redactores se aseguraban de dejar bien custodiados los derechos de cada uno de los integrantes del propio pueblo, pero también de algunos de ellos en especial.

Como habían sido derribadas buena oarte de las jerarquías, celestiales y terrenales, a las que se recurría para someter el poder humano, fuera el del rey o el del pueblo, ocurrió que no hubo otra manera de ponerlo a buen recaudo que no significara un deterioro importante de las atribuciones del pueblo. En cierta medida, los distintos “ismos” que han remecido a la política mundial desde hace dos siglos han sido esos paliativos.

Y ahora, en que ya el último de esos “ismos” parece devaluado, muchos se preguntan si acaso es este el momento en que el pueblo recupera su vieja soberanía, como si los últimos dos siglos se tratasen de una mera interrupción.

El problema que no previeron quienes celebran esta desnudez es que el pueblo ya no es el que era antes. Ya no es esa voluntad santa de la cual habló Rousseau, que no quiso cercenarla para impedirle peores desmembramientos.

Ahora el pueblo ya no es un conjunto de ciudadanos virtuosos ni una masa de humillados y desposeídos, o, mejor dicho, es mucho más que eso.

Ahora el pueblo es un inmenso conjunto de reyes, cada uno de ellos depositario del derecho divino, un derecho que no conoce otro límite que un Dios que ya no existe (eso dicen). Como buen rey, cada uno de estos reyes sabe representarse a sí mismo, pero lo hace de forma muy especial.

Quienes creen que podrán complacer a estos reyes con el cerrojo de una constitución —pues toda constitución es un impedimento— son como esos ilusos anticuados que ofrecían libertad religiosa en tiempos de la Revolución Francesa, creyendo que debían complacer a los viejos hugonotes en vez de a otros herejes, nuevos, desconocidos, los revolucionarios.

O como los pretendientes de la reina Turandot, aquella monarca cuyo secreto nadie había sabido revelar.

Una reina que revelará el secreto —que son sus intenciones— cuando le plazca y si es que alguna vez le place.

Y como en el relato de Turandot, lo revelará —y si es que— a una hora en que los búhos de la historia ya hayan emprendido el vuelo, pues, según Hegel, lo emprenden al atardecer.