La Tercera
Opinión
Lenguaje
Política

Y eso que no soy jesuita

Joaquín Trujillo S..

Y eso que no soy jesuita

En definitiva: cada palabra de nuestro diccionario es el vestigio de un acuerdo que ocurrió en la historia.

Francia. Corre el siglo XVII. El matemático y filósofo Blaise Pascal acusa a los jesuitas de estar destruyendo el lenguaje. Como ellos, según Pascal, anteponen a todo la casuística política, gracias a la cual se las arreglan para complacer a grupos entre sí contrarios, ocupan una misma palabra para significar sentidos distintos. De esta manera, esa palabra funciona como emblema político de una conjunción imposible, desarreglo que ellos creen poder administrar mediante sus tan suyos como inconfesables arreglos. La acusación de Pascal, que esgrime a propósito de otra polémica, cobra vigencia.

Sin duda, las palabras organizan la vida política. Ciertas palabras clave operan como verdaderos santos y señas, sortilegios. Si saludo diciendo: “Hola a todos”, doy a entender algo distinto a si lo hago: “Hola a todas y todos”, como también si me demoro más: “Hola a todas, todes y todos”. Pues, en estos casos, las palabras están reaccionando contra la ambigüedad del lenguaje, exigiéndonos que expresemos un sentido exacto.

Lo contrario tiende a suceder con la “seguridad”. La derecha exige “seguridad”, la izquierda, también. Pero si el sentido de la seguridad para la primera es el de sobrevivir en las calles y la certeza jurídica, para la segunda será en especial lo que se conoce como “seguridad social”. La unidad de la palabra, a pesar del relativo desacuerdo en su significado, puede servir para, al menos, comunicarse mutuamente la intención de una unidad de sentido.

No es que yo quiera defender este jesuitismo lingüístico, pero ¿hasta qué punto la exigencia de precisión es compatible con el lenguaje mismo? Las palabras, por cuanto tales, tienden a generalizar. De ahí que tengan acepciones, las que en determinados contextos designan cosas distintas.

La ambigüedad del jesuitismo lingüístico que acusó Pascal en muchas ocasiones logra acuerdos políticos. Quienes concurren al acuerdo tienen la prudencia de no sobreexigir la aclaración de las palabras con las que se lo plasma. De esta manera, posponen los elementos irreductibles del conflicto, para mientras tanto hacer lo que se pueda con los que sí son reductibles.

Finalmente, los jesuitas triunfaron. Se demolió la abadía de Port-Royal, pacífica casa en torno de la cual se congregaron los estrictos jansenistas de los que Pascal formaba parte. Medio siglo después, a los jesuitas les tocó sufrir demoliciones, especialmente en Paraguay, donde sus mansiones selváticas eran, como dijo Leopoldo Lugones, un imperio religioso superpuesto al laico.

En definitiva: cada palabra de nuestro diccionario es el vestigio de un acuerdo que ocurrió en la historia. Cada sinónimo, una juiciosa distancia. Cada antónimo, una diferencia no resuelta que ha valido la pena preservar. Cuando convergemos en ciertas palabras tal vez sea porque acaso tengamos buena parte de un enredo resuelto. El tiempo es el que va priorizando las acepciones. No nos haría daño entender la “filología” más que simplemente la “filosofía” que despunta en los procesos de largo aliento.