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La extraviada dignidad

La extraviada dignidad

No hay espacio para la desmesura ni para los gustitos personales. Todo está expuesto a los ojos del mundo cuando se representa a nuestro país. En estas lides internacionales, qué duda cabe, no se pueden confundir los planos.

Durante el estallido social, el concepto de dignidad adquirió presencia y relevancia. La Plaza Baquedano irradiaba esa supuesta dignidad. El cielo se iluminaba con esa palabra. Pero fuimos engañados. Esa palabra no era la buena y bella dignidad clásica. Y muchos cayeron en la trampa.

Después de casi tres años, la dignidad ya no es una palabra que aparece comúnmente en el discurso público. Tal vez abusamos tanto de ella que desapareció. Llego a pensar, y valga la redundancia, que la dignidad de la palabra dignidad la llevó a esconderse. Avergonzada, se alejó de nuestro lenguaje cotidiano. Sin embargo, y a la luz de las recientes chambonadas en materias internacionales, es necesario recordar el significado de la dignidad. Y, de paso, recuperar su noble sentido.

La idea de dignidad tiene un profundo sentido social, moral y político. Para los clásicos, dignitas significaba mucho más que un agregado de causas. Partamos, como los antiguos griegos, por lo que no es. La dignidad no es la violencia ni la destrucción que muchos ignoraron y usaron. No es lo feo o lo malo. Tampoco es un eslogan que recoge un puñado de inquietudes. O un paraguas que cobija a rebeldes con mil causas. Y menos una efímera proyección luminosa. Aunque con una palabra se pueden manifestar preocupaciones y anhelos, la dignidad no resiste tantas acrobacias. No se puede transar ni negociar con su significado. La dignidad no es una moneda de cambio. Y la razón es simple: tiene valor en sí misma.

Para Cicerón, la dignidad es algo superior. Su sentido está por sobre los intereses, gustos y deseos personales. Por eso tiene un hondo significado republicano. El sentido del deber está por sobre lo propio. Y el país por sobre lo personal. La famosa corruzione republicana salta cuando lo privado reemplaza a lo público. O sea, cuando se pierde la dignidad.

Los embajadores, para los griegos, eran los “enviados” (presbeis). Para los romanos, los legatis. Basta recordar que cuando los romanos mandaban a un funcionario a otro territorio, el enviado se definía como un “dignatario”. Esta tradición se mantiene. El embajador simboliza y transmite la dignidad de lo que representa. Dada su responsabilidad, debe comportarse con cierta actitud y talante.

La reina Isabel nos dio lecciones en cuanto a su importancia. Su vida y su muerte fueron dignas. Y su ejemplo fue esa dignidad, unida al sentido del deber. Por eso sorprendieron las declaraciones de nuestra canciller deslizando una solapada crítica a la monarquía. No fue necesario.

Hay una larga tradición en nuestras relaciones con otros países. Los funcionarios de carrera conocen los complejos códigos diplomáticos. Las palabras, los gestos y las conductas deben ser medidos. No hay espacio para la desmesura ni para los gustitos personales. Todo está expuesto a los ojos del mundo cuando se representa a nuestro país. En estas lides internacionales, qué duda cabe, no se pueden confundir los planos.

Nuestro embajador en España es un caso aparte. Las recientes palabras sobre los últimos 30 años de quien se autodefiniera como el Pepe Grillo del Presidente Boric generaron ruido y reacciones. Inmediatamente el Presidente Lagos lo desacreditó declarando: “no conoce los números”. Y el excanciller Heraldo Muñoz le recordó que “es embajador de Chile, no del Frente Amplio”. Afortunadamente, la ministra Camila Vallejo recordó lo más básico: “tenemos que ser responsables cuando ocupamos cargos públicos”. Y después de sorprendernos con una sugerente pose de perfil —para esa ocasión usaba corbata—, se le hizo un llamado oficial “al orden y la prudencia”.

La dignidad es un aura que vale por sí misma. Se respira y respeta su cuidada impronta, su discreto talante. Claramente nuestro embajador Javier Velasco debe reflexionar sobre el concepto de dignidad. Y lo que significa ser dignatario.