El Mercurio
Opinión
Historia
Política

Lo feo, lo malo y lo bello

Lo feo, lo malo y lo bello

«Lo peor es que ya nos hemos ido acostumbrando… Lo de Luchsinger ya es historia. Y lo de Grollmus, pronto será historia».

Para los griegos, el sentido de lo “bello” (kalós) es profundo. No es solo lo que vemos y sentimos. Es algo superior, más allá de las formas y la apariencia de las cosas. Lo bello tiene un sentido moral y social. Por eso se relaciona con lo bueno y lo admirable. Y se opone a lo feo (aiskhrón), que se relaciona con lo malo y todo aquello que como sociedad nos avergüenza. Este contraste entre lo bello y lo feo nos persigue. Y nos abruma hace ya tiempo.

En las imágenes, el contraste es estremecedor. No era cualquier plegaria. Era el Ave María. Algo bello asomaba detrás de sus palabras. Después de un tranquilo “Dios Santo”, se iniciaba la oración “Dios te salve María, llena eres de gracia”. Y seguía rezando: “El Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres. Bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, madre de Dios”. Al fondo se ve el fuego y la destrucción. La oración se interrumpe: “son los balazos, huevón”. El hombre sigue rezando el Ave María. Las llamas iluminan una hermosa casa alemana. Y en medio de ese infierno, el video finaliza con un grito desesperado: “¡mi papá!”.

Un grupo radical disparaba a lo que se moviera. Y de paso, incendiaban el molino Grollmus. Ese maravilloso lugar, muy cerca de Contulmo, había sido rescatado y mantenido por la familia Grollmus. Iba a cumplir 100 años y funcionaba como reloj produciendo harina y chicha de manzana a la vieja usanza. Era una visita imperdible para cualquier persona que admirara lo bello. Ahora quedan solo cenizas. Otro triunfo de lo feo.

El dueño, Helmuth Grollmus, tiene su casa ancestral ahí. Al lado había un museo lleno de artefactos, recuerdos y fotografías familiares. Solía acompañar a las visitas por ese espacio público que había sido declarado Patrimonio Arquitectónico. Pero a sus 85 años, terminó herido, ultrajado y violado en lo más íntimo: su hogar y su familia. Toda su historia familiar, todo el esfuerzo de generaciones desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Y su primo, Carlos Grollmus, de 79 años, también fue víctima del cruel y brutal ataque. Lo tomaron del cuello, lo usaron como escudo humano, dispararon a sus pies y lo arrojaron al fuego. Le amputaron una pierna y su condición es grave.

La historia no es nueva. Los sospechosos, tampoco. Ya habían hecho de las suyas en las orillas del lago Lanalhue. Incendiaron 15 casas. Otra familia se suma ahora a esa larga lista de atentados contra “la vida, la libertad y lo propio”. Desde John Locke sabemos que esa sagrada trilogía es esencial para poder vivir en sociedad. Proteger lo más básico nos aleja de esa guerra hobbesiana de todos contra todos. Sin Estado de Derecho, sin leyes que protejan la vida, la libertad y lo propio, no hay sociedad. Y sin esas garantías mínimas, que son un deber del Estado, la vida se convierte en muerte, la libertad en miedo y lo propio en cenizas. Lo peor es que ya nos hemos ido acostumbrando a ese vértigo pendular entre lo bello y lo feo. Lo de Luchsinger ya es historia. Y lo de Grollmus, pronto será historia.

Durante el estallido social la violencia fue usada, tolerada e ignorada. Esto ha dejado una estela social profunda. Lo malo nos asalta y lo feo se ha hecho cotidiano. Basta caminar por el centro de Santiago. El escritor Roberto Merino, después de hacerlo, declaró recientemente: “Lo único que puedo ver en esa huella del estallido es el odio. Ningún discurso, ninguna convicción de nada. Lo que hay es basura. Eso es lo que dejaron. Resentimiento puro”. A estas alturas solo cabe esperar que la inolvidable performance de “Las Indetectables”, en esa actividad familiar a favor del Apruebo en Valparaíso, sea un punto de inflexión. No podemos aceptar que lo feo reemplace a lo bello, lo malo a lo bueno y lo abominable a lo admirable.