«No es la nación la que puede institucionalizar derechos, sino el despliegue de una estatalidad eficiente».
La nación ha sido siempre una forma de contención emocional ante la extensión planetaria, una especie de reacción semántica a la existencia fáctica y conceptual de un solo mundo y de solo una especie humana. La abstracción global, sin embargo, es un plato difícil de digerir cuando se tiene a mano la evidencia de las diferencias locales, lingiísticas y culturales.
En ese vértice, el concepto de nación cobija a los individuos en un pequeño mundo, más familiar y asible. Permite reconocer a otros como “iguales”, independiente de su clase; hace posible generalizar simbólicamente y esconder diferencias internas: los alemanes son, los chilenos son, los mapuche son. Pero en tanto hace eso, hace también lo contrario; separa a cada grupo de otros solo porque “son naciones distintas”. En su versión extrema, los construye como comunidad de destino, una forma moral racializada de apreciar a los propios y despreciar a los demás.
La modernidad europea del siglo XVIII comenzó a juntar la diferencia de naciones en la forma de Estado. Este no se podía multiplicar al infinito, por lo que difícilmente iba a existir simetría entre un estado y una nación. Se trataba más bien de conjugar la diversidad de espíritus nacionales con la unidad cívica del Estado. Con la centralización política de la nación bajo la forma estatal arranca también su adopción histórica en múltiples espacios regionales, incluida América Latina en el siglo XIX. Todo ello universaliza los componentes estatales en distintas latitudes con éxito diferenciado.
El resultado es lo que hoy podemos reconocer como “estatalidad», es decir, la capacidad institucional de los países para responder a demandas de inclusión de quienes habitan en sus territorios, independientemente de su nacionalidad. En otras palabras, no es la nación la que puede institucionalizar derechos, sino el despliegue de una estatalidad eficiente.
Cuando el debate se enmarca en términos de plurinacionalidad, el énfasis se pone en las naciones por sobre la ampliación de la estatalidad. Con ello el discurso queda capturado en clausuras identitarias que desplazan a un segundo plano el incremento de la inclusividad institucional, o la sitúan como variable dependiente de la descripción como nación. Esto también pone en situación de desventaja discursiva a quienes no se identifican como naciones, sino como pueblos.
Como lo ha mostrado la reciente encuesta CEP, una minoría de los mapuche ve en la alternativa plurinacional una opción satisfactoria, mientras que la mayoría expresa un sentimiento nacional mapuche y chileno en diferentes grados. En su relación con la estatalidad en cambio, la restitución de tierras y el reconocimiento constitucional son aspiraciones distintivas, y comparten con los chilenos sus expectativas de control de la delincuencia y de mejores pensiones, salud y educación. Seguridad, materialidad y socialidad es lo que demandan, pilares de toda buena estatalidad.